En el periódico El País del 6 de noviembre de 2021 se publicó una noticia, “Réquiem por el programa de Lula contra la pobreza”, que considero importante comentar por su conexión, entre otros, con el Objetivo de Desarrollo Sostenible 1 (Poner fin a la pobreza en todas sus formas en todo el mundo) y con el Objetivo de Desarrollo Sostenible 2 (Poner fin al hambre, lograr la seguridad alimentaria y la mejora de la nutrición y promover la agricultura sostenible) de la Agenda 2030.
En la citada noticia, se recuerda “el programa contra la pobreza que revolucionó la vida y sacó de la pobreza a millones de personas necesitadas de lo más básico”, un programa promovida por Lula da Silva cuando fue presidente de Brasil y que, ahora, el actual presidente de Brasil, Bolsonaro, pretende sustituir “por una subvención incierta”.
¿En qué consistía “el Programa Hambre Cero” de Lula? Para resumir el Programa Hambre Cero” he utilizado uno de la libros preparas por la FAO bajo el título “El estado del planeta”, concretamente el número nueve, principalmente porque “arquitecto del Programa fue el entonces Ministro Especial de Seguridad Alimentaria de Brasil y el actual Director de la FAO, el agrónomo José Graziano da Silva.
“El Programa es un paraguas con numerosas iniciativas de diversa índole local, regional y nacional, y que después fueron robustecidas por el gobierno de la sucesora de Lula, Dilma Roussef, bajo el nombre Brasil sin miseria”.
En el libro de la FAO se menciona una pequeña población muy pobre ubicada en una tierra agreste y seca cuyos habitantes viven -malviven- de lo poco que les rinde la agricyltura. Es una tierra tan dura que uno se pregunta por qué alguien ha decidido en algún momento desesperado asentarse allí. Pero lo cierto es que está poblada, bien poblada de gente pobre.
Allí el trabajo estaba bien fijado. Las mujeres se encargaban de buscar agua: caminaban unos 4 kilómetros cada día para alcanzar unas fuentes naturales en lo alto de una escapada tierra. Iban en grupos, hacían cola de madrugada ante la única fuente de agua potable en varias de decenas de kilómetros a la redonda y regresaban a sus hogares con el preciado líquido para poder cocinar, lavar y asearse un poco. Mientras tanto, los hombres se aferraban para sacar del campo cualquier cosa que les permitieran alimentarse, con la ayuda de la tierra y de la lluvia, sobre todo de la segunda, caprichosa y exigua. Los niños jugueteaban entre las chabolas y, apenas alcanzaban una edad suficiente acompañaban a sus mayores: las niñas a por agua, los niños al campo. Ninguno sabía leer y escribir. Así había sido durante generaciones”.
Al inicio del año 2003 cuando el nuevo gobierno de Brasil enarbolo la bandera de la reducción del hombre ese pueblo se convirtió pronto en un laboratorio de las medidas que el gobierno deseaba implementar: un programa complejo y ambicioso que en algo más de una década consiguió que el 98 % de los brasileños tuvieran acceso a una alimentación adecuada.
El agua empezó a fluir por el grifo con normalidad, podían cocinar y ducharse sin tener que caninas hasta la sierra. Las polvorientas calle estaban asfaltadas con sus correspondientes aceras, los niños y niñas iban al colegio donde recibían tres comidas al día y visitaban cada mes al centro de salud local. Los padres aprendieron a leer y escribir, gracias a un curso de educación para adultos.
La mujer de la casa recibía un tarjeta con la que en el banco le dada mensualmente una determinada cantidad de dinero para comprar alimentos; para recibir ese dinero tenía que confirmar la asistencia de sus hijos a la escuela y certificar la revisión médica mensual. La educación y la sanidad son dos pilares sobre los que Brasil se apoyaba.
Ahora hay ver que hace Bolsonaro.
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