Los desastres naturales son cada vez más frecuentes en Somalia, en forma de inundaciones o sequías, la última de las cuales ha malogrado las seis últimas temporadas de lluvias. Reliquias de una vida de pastoreo que el clima ha convertido en inviable, provocando el éxodo de miles de somalíes en busca de un lugar donde empezar de cero.Un lugar como este mar de cabañas, hechas con ramas y lonas de colores, que se expande cada día un poco más en las llanuras del suroeste de Somalia, junto a la frontera de Etiopía. Amanece en el campo de desplazados de Kaxareey, uno de los cinco que rodean la localidad de Dolow. Empieza, como cada día, el goteo de recién llegados.
Hbiba Ali tiene 25 años y dos hijos, de dos y de tres. Aquí, en la explanada de tierra que hace las veces de centro de recepción, termina para ellos un viaje de cuatro días a pie, desde la región de Bardera. Por el camino se juntaron con otras siete familias. Ahora aguardan sentados alrededor de sus escasas pertenencias, los más mayores al amparo de la exigua sombra de un árbol de mirra. “Vivíamos del ganado, pero ya no había forma de mantenerlo vivo. Cuando se mueren tus animales, mueres con ellos. Por eso nos marchamos. Los pozos de donde sacábamos agua se han secado. Aquí tampoco tenemos nada, pero no tenemos otro sitio, y confiamos en conseguir ayuda”, explica.
La historia de los rebaños menguantes y de las tierras infértiles se repite en cada corrillo de este asentamiento que es el destino de un viaje sin regreso. Falta el agua, falta el sustento, falta la comida. Pero no faltan los teléfonos móviles, y la voz se corre entre los familiares sobre dónde están los campos de desplazados en los que recibir ayuda humanitaria.
“Vivíamos del ganado, pero ya no había forma de mantenerlo vivo. Cuando se mueren tus animales, mueres con ellos. Por eso nos marchamos”, afirma Hbiba Al, desplazada en el campo de Kaxareey (Somalia)
Las organizaciones internacionales calculan que la prolongada sequía ha provocado tres millones de desplazados en Somalia. Solo el año pasado se cobró 43.000 vidas, la mitad niños menores de cinco años que vivían en esta región del sur del país, según el primer informe oficial de esta sequía sin precedentes publicado el pasado mes de marzo por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Aún sin cifras oficiales, se calcula que en los primeros seis meses de este año murieron entre 18.000 y 34.000 más. Las lluvias torrenciales del principio del otoño no harán sino empeorar la situación. Y la amenaza de los fenómenos de El Niño y el dipolo del océano Índico (la diferencia de temperaturas en la superficie de este océano, según un reciente informe de la OMS, amenazan con más lluvias torrenciales en los próximos meses, que pueden provocar más desplazados, daños a infraestructuras y enfermedades.
Somalia es un ejemplo de manual de un preocupante fenómeno global. Según las estadísticas del Centro de Monitoreo de Desplazamiento Interno, desde 2008 más de 318 millones de personas en el mundo han sido desplazados a la fuerza por inundaciones, huracanes, terremotos y sequías. Hasta 30,7 millones solo en 2020. Es el equivalente a una persona desplazada cada segundo. Para 2050, según las previsiones del Instituto para la Economía y la Paz, habrá 1.200 millones de desplazados en el mundo debido al cambio climático y los desastres naturales.
Algunos encuentran refugio en su propio país, otros en el extranjero. Pero todos viven en un limbo legal. No hay un reconocimiento en el derecho internacional de la figura del refugiado climático. La carta de Naciones Unidas ni siquiera los considera refugiados. Pero ya en 1985, el término de refugiados medioambientales fue utilizado por el experto del Programa de las Naciones Unidas para el Medioambiente Essam el Hinnawi para referirse a las personas “obligadas a abandonar su hábitat tradicional, temporal o permanentemente, debido a una señalada alteración medioambiental, natural o provocada por el ser humano, que pone en riesgo su existencia o afecta gravemente a su modo de vida”.
"La hambruna no se produce porque sí. Es un proceso, y sabemos que está causado por el cambio climático” afirmó Tirana Hassan, directora de Human Rights Watch
La abogada singapurense Tirana Hassan, directora desde el pasado mes de marzo de la organización internacional Human Rights Watch, señalaba en conversación con EL PAÍS que la cuestión de los desplazados climáticos ilustra cómo hay “consecuencias muy reales del cambio climático que son en sí mismas cuestiones de derechos humanos”. “No hablamos de masas de gente atravesando fronteras internacionales”, explica. “La mayoría de los desplazamientos inducidos por el clima sucede internamente, pero de hecho está cambiando la vida de comunidades enteras. Comunidades de pastores, por ejemplo, que se ven obligadas a marcharse y a restablecerse en lugares en los que pierden por completo su sustento. Está por ver qué tipo de marco legal protegerá a esta gente. Somalia, donde he trabajado durante años, es un ejemplo claro. La hambruna no se produce porque sí. Es un proceso, y sabemos que está causado por el cambio climático”.
A diferencia de los desplazados por conflictos, el desplazado climático no tiene a donde volver, como advierte Christophe Hodder, consejero de medio ambiente y seguridad climática de la ONU para Somalia. “Las personas que se ven obligadas a desplazarse de sus hogares por un conflicto pueden regresar cuando este termina”, explica. “Pero el desplazamiento climático es un desplazamiento definitivo. Abandonan su hogar porque ya no es apto para su vida. No hay ningún sitio al que volver. Estamos, por tanto, ante un movimiento de población que está aumentando en número, y la propia velocidad está empeorando el impacto del cambio climático, debido a la mala adaptación. El desplazamiento requiere una respuesta humanitaria a corto plazo, y eso causa mala adaptación, son medidas a corto plazo que supuestamente resuelven un problema, pero que finalmente exacerban el cambio climático. El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de Naciones Unidas (IPCC, principal órgano científico en la materia), es muy claro en eso. "Debemos alejarnos de la intervención a corto plazo y poner el foco en adaptarnos al cambio climático”.
La emergencia genera un desafío organizativo colosal, como se ve en estos campos de desplazados de Dolow, que en un recuento de agosto del año pasado ya se calculaba que acogían a más de 134.000 individuos. El lugar no para de crecer. Es como asistir al nacimiento de una población a un ritmo acelerado. Nuevos grupos de desplazados llegan cada día y esperan a ser atendidos, registrados, y a que se les asigne un pedazo de tierra. Pero algunos se instalan directamente junto a conocidos y la mera contabilización es un auténtico desafío. “Tratamos de llevar un registro, pero no es tarea fácil”, explica Hassan Gabow, trabajador de la Organización Internacional para las Migraciones, en Kaxareey. “Cogemos los datos de las familias que podemos, grabamos sus tarjetas SIM. Calculamos que en solo un año se han instalado unos 3.000 hogares, y hay 2.500 a los que ya hemos podido registrar y dar algo de ayuda. Están llegando una docena de familias al día”.
“Las personas que se ven obligadas a desplazarse de sus hogares por un conflicto pueden regresar cuando este termina. Pero el desplazamiento climático es un desplazamiento definitivo", señala Christophe Hodder, consejero de medio ambiente y seguridad climática de la ONU para Somalia.
En un embrión de organización política, los campos cuentan con un líder autoproclamado. Asistido por un puñado de ayudantes, recibe a los recién llegados, les busca una parcela y ejerce de intermediario con las organizaciones humanitarias. Es el caso de Salat Abdu Ali, hombre ya mayor, algo achacoso, casado con cuatro esposas y padre de 10 hijos, el pequeño de apenas dos meses. Él mismo llegó como desplazado, pero se ha hecho fuerte, y esta mañana ejerce de cicerone por sus dominios, sin despegarse de los visitantes para que todos vean que maneja. Caminando entre las cabañas y esquivando las peticiones de los vecinos que salen a su paso, Salat Abdu Ali reconoce que la ayuda humanitaria no llega a todos. “Aquí la gente llega sin nada, y muchos se pasan así meses. Pero nadie se va a ir de aquí porque no tienen a donde ir”.
Muslima Omar Mohammed, de 70 años, está sentada a la sombra de una lona, fuera de su cabaña, rodeada de niños. Muslima recurre al conteo manual de cabezas para responder a la pregunta de cuántos se hacinan en su pequeño iglú construido con ramas, en cuyo interior solo los niños más pequeños cabrían de pie. El recuento arroja siete nietos, más dos hijos que están buscándose la vida. Uno pequeño más se quedó por el camino en los 15 días de travesía hasta el campo. También su marido falleció. Llevan dos meses aquí, pero Muslima asegura que su situación no ha mejorado mucho. “Dejamos unos problemas allí y aquí encontramos otros”, explica. “Poco ha cambiado. La comida que les di ayer me la dio otra familia anteayer. Hoy no han comido nada más que pedazos que mendigaron de los vecinos. Nuestras vidas dependen de otros”.
Hay otros a los que les va mejor. Consiguen trabajos en el pueblo, en el mercado o en las granjas junto al río cercano. Incluso hay quien busca otras salidas. Isaak Alio Hassa, de 44 años, se ha montado en su parcela un pequeño taller de artesanía de madera. Hace cuencos y morteros con unas rudimentarias herramientas y los vende en el mercado. Vino al campo hace siete meses, con su esposa y sus cuatro hijos. “Hago un cuenco al día. Con eso y algo de trabajo en las granjas salgo adelante”, asegura.
A unos minutos del taller de Isaak, otro lugar emite señales de esperanza. Es la escuela, que ocupa dos barracones rojos. Los alumnos, explica el director, Mohammed Warsame, están “deseosos de aprender”. Estudian somalí, árabe, inglés, historia de la religión islámica, sociales, ciencias y tecnología. Sentados en viejos pupitres de madera, esta mañana están aprendiendo los nombres de los miembros de la familia en somalí. Basta caminar unos metros por el recinto, hacia el cuadrado que sirve de cocina, para volver a la cruda realidad. Junto a una olla con agua al fuego de una hoguera, una anciana va escogiendo de un cuenco, con las manos, un puñado de judías. “Hace poco eran 100 estudiantes”, explica Warsame. “Pero ahora son 850 y solo hay comida para unos 130″.
“Hace poco eran 100 estudiantes. Pero ahora son 850 y solo hay comida para unos 130″, afirma Mohammed Warsame, director de una escuela en el campo de refugiados de Kaxareey
Los niños abundan en los campos. Y eso, señala Christophe Hodder, es otro ingrediente en la coctelera de la catástrofe somalí. “Somalia tiene una población muy joven y que crece muy rápido”, asegura. “Hay proyecciones de que habrá 30 o 40 millones de somalíes viviendo en entornos urbanos para 2080. Las zonas rurales lo pasarán muy mal para sobrevivir, pero habrá vida urbana. Los Estados del Golfo hacen evidente que se puede vivir en entornos urbanos en condiciones climáticas extremas, pero obviamente tienen más dinero. Lo que hay que ver es cómo se prepara a largo plazo el sistema agrícola, el alimentario y, sobre todo, del agua en un contexto de aumento de las temperaturas y crecimiento de la población, y con la reducción de la lluvia que ha vaciado las reservas subterráneas. Parte del problema es que no pensamos en términos de ecosistemas. No vale con plantar semillas resistentes al calor. Hace falta sombra, agua… Hay que diseñar estrategias en la gestión del agua y la tierra. Hay mucho en lo que pensar para corregir esas tendencias”.
Pero hay graves problemas que impiden dedicar tiempo a pensar en aproximaciones de adaptación que puedan funcionar. El principal de ellos es el conflicto armado que asola el país. La milicia islamista Al Shabab mantiene una guerra abierta con el Gobierno de Somalia y controla amplias partes del territorio.
Un conflicto que se nutre de la desesperación, y también del clima. Hay muchos datos que señalan la relación entre la crisis climática y los conflictos violentos. Por ejemplo: seis de las diez mayores operaciones de paz que tenía en marcha la ONU en 2021 estaban en países que se cuentan entre los más expuestos al cambio climático. En Somalia, la violencia de Al Shabab acelera el éxodo producido por la sequía. Los desplazamientos han debilitado las comunidades locales, haciéndolas más vulnerables. La violencia monopoliza la acción del Gobierno y frena tanto la ayuda humanitaria como las estrategias de adaptación a largo plazo. “Cada vez hay más evidencia de que el cambio climático es un factor importante en las dinámicas de conflicto”, explica Hodder. “Primero, por su impacto en el agua, las tierras y los alimentos. A medida que los recursos disminuyen, crece la competencia por ellos. Luego está el desplazamiento de las poblaciones, que provoca competencia con las comunidades existentes. Por último, la escasez es un caldo de cultivo para líderes locales, que median en disputas por los recursos, los controlan y se hacen fuertes. Como Al Shabab, que obtiene mucho dinero cobrando impuestos por el agua, controla los pozos e intercepta la ayuda humanitaria”.
El problema, como recuerda Hodder, es que la cosa solo irá a peor: “Las proyecciones del último informe del IPCC hablan de subida de las temperaturas medias. Los desastres naturales cada vez serán más frecuentes y extremos. No digo que Somalia entera será invivible, pero sí habrá zonas no aptas para la vida humana. Habrá un cambio drástico en las opciones de sustento. Tiene que haber esperanza en que la trayectoria global cambie, en que la comunidad internacional reaccione”.
Somalia es, según el índice Gain del Instituto Mundial de Adaptación de la Universidad de Notre Dame, el segundo país del mundo más vulnerable al cambio climático. Pero solo contribuye un 0,03% a la emisión global de gases de efecto invernadero. Una cifra insignificante.
Los países ricos llevan años eludiendo el problema, pero la justicia climática está ganando cada vez más peso en la agenda internacional. En la pasada cumbre del clima, celebrada hace un año en Egipto, los países pobres presionaron a los ricos para que se establezca un fondo que ayude a los más vulnerables a afrontar las pérdidas y daños provocados por el cambio climático. A finales de marzo, la Asamblea General aprobó una resolución en la que pide a la Corte Internacional de Justicia que aclare cuáles son las obligaciones de las naciones en materia de justicia climática. “Ayudará a tomar medidas más audaces y fuertes”, dijo António Guterres, secretario general de la ONU, que recordó que “para algunos países, las amenazas climáticas son una sentencia de muerte”.
No lejos de los campos de desplazados, hay un inesperado oasis verde: la granja de Kabassa. Cinco hectáreas de tierra fértil gracias al agua que se bombea, mediante un sistema operado con energía solar, del río cercano. Se cultiva maíz, limones, mangos, plátanos, judías… Es un proyecto de la ONG World Vision, que proporciona un sustento a 200 familias, captadas en los programas de atención a la desnutrición infantil. “Éramos las familias más vulnerables antes de que nos cedieran estas tierras”, asegura Muhubu Hassan, de 35 años. “Cultivo productos y los vendo en el pueblo. Puedo cuidar de mi familia y ahora mis hijos están sanos”.
Hace
ya tres años que Hassan tuvo que dejar su hogar con su familia. Sentado
en un viejo neumático, contemplando el verdor de su huerto, se ríe al
explicar lo extraña que le resulta esa imagen en medio de la misma
sequía que le arrebató el ganado y su modo de vida. “¿El cambio
climático? Sí, sabemos lo que es”, explica. “Sabemos que ahora llueve
donde no llovía, y que no llueve donde antes llovía. Sabemos que
desaparecen los árboles en el Amazonas. Y sabemos que los ricos son los
culpables. Si tuviéramos el poder nosotros, pagarían ellos por esto (Fuente: El País. Planeta Futuro. 28 de octubre de 2023)
Después de leer he recordado cómo tratamos nosotros, culpables del cambio climático, a los inmigrantes.
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