Una práctica cuyo objetivo es aumentar las ganancias de las
grandes empresas, al mismo tiempo que contribuye al crecimiento económico, es
la obsolescencia programada, consistente en diseñar productos con fallos o
componentes efímeros para que no duren lo que debían. Ello hace necesario comprar,
usar, tirar y volver a comprar.
En el suplemento Ideas de El
País de 15 de octubre de 2017, Joseba Elola, indica que, como, se señala en
el documental Comprar, tirar, comprar de Cosima Dannoritzer, esta práctica se consolidó en 2014, cuando “General
Electric, Osram y Phillips se reunieron en Suiza y decidieron limitar la vida
útil de las bombillas a 1.000 horas. Así se firmaba el acta de defunción de la
durabilidad”. Serge Latouche, profesor emérito de Economía de la Universidad de
Orsay y promotor del movimiento de decrecimiento, escribe, en el mismo
suplemento periodístico, que fue que
el estreno en 2010 de ese documental cuando aumentó considerablemente el
interés por un tema que ya había empezado a llamar la atención de los
consumidores.
Desde 2010 se han publicado numerosos estudios, se han elaborado
proposiciones de ley tanto en Bélgica, Francia e Italia como en el ámbito
europeo y se han organizado reuniones entre parlamentarios y representantes de
la industria. El 4 de julio de este año 2017, el Parlamento Europeo aprobó (con
662 votos a favor y 32 en contra) el Informe
sobre una vida útil más larga para los productos, instando a la Unión
Europea a que adopte medidas. Sin
embargo, como tantos otros problemas, la obsolescencia programada es un
problema global: los efectos de unas medida europeas comunes seguirían siendo
limitados, dada la improbabilidad de que se impusiese una legislación
internacional a China o a EE. UU.
Dice Serge Latouche que la sociedad civil está luchando
contra esta práctica mediante el desarrollo de los mercados tradicionales de
segunda mano, la aparición, esencialmente en Internet, de todo tipo de webs de
intercambio o de nuevas formas de resistencia, como los repair cafés (reuniones a menudo participativas de usuarios y de
manitas en las que se tratan de reparar aparatos averiados). Es responsabilidad
del ciudadano informarse y pensar antes de comprar.
Según Joseba Elola, “en Francia, el país con la legislación
más dura de Europa en este campo, se acaba de registrar la primera denuncia de
un colectivo de consumidores contra los fabricantes de impresoras. Ocurrió el
18 de septiembre: la asociación Alto a la Obsolescencia Programada acusaba a
marcas como Epson, HP, Canon o Brother de prácticas destinadas a reducir
deliberadamente la vida útil de impresoras y cartuchos”. Pero, en general, al
tratarse de objetos complejos, es difícil demostrar que se ha incluido deliberadamente
una pieza defectuosa con el fin de obligar al usuario a comprar un aparato
nuevo. Los grupos de presión que representan a la industria se defienden de múltiples formas: afirman que la
mayoría de los consumidores no espera a que el objeto deje de funcionar para
comprar uno nuevo y rechazan que los bienes duraderos duren cada vez menos.
Por otra parte, según ellos, la obsolescencia programada es simplemente una “triste leyenda”.
Otro argumento más perverso que esgrimen es el de la ecoeficiencia: se
necesitan menos materias primas y menos energía para la fabricación y mantenimiento
de los nuevos aparatos, por lo tanto, comprar uno nuevo es actuar a favor del
medio ambiente.
Sin embargo, los recursos naturales son limitados -el planeta
Tierra que habitamos responde a las características de los sistemas cerrados: solo recibe del
exterior energía, en este caso, procedente del Sol, astro alrededor del cual
está girando- por lo tanto, esta
práctica supone una amenaza sería, principalmente, para nuestros descendientes,
a quienes privamos de los recursos naturales necesarios.
La única manera de atajar de raíz el problema es abandonar la
sociedad de consumo y de crecimiento económico, es decir, cambiar de paradigma
económico, algo que, como ya he dicho, solo pueden hacer los ciudadanos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario