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sábado, 2 de noviembre de 2024

Minas de oro en Ghana

     El barro amarillento y envenenado lo cubre casi todo. Cubre las motos forradas con bolsas de plástico en las que viajan jóvenes amontonados con detectores de metales al hombro y botas katiuskas, obsequio de alguna empresa china. Cubre también las mangueras corrugadas que atraviesan las minas de oro a cielo abierto y encharcan esta selva sofocante de caucho y cacao, que se extiende de norte a sur de Ghana, junto a la frontera con Costa de Marfil.

     Aquí el suelo está preñado de oro, pero en la superficie la pobreza es espeluznante. Un recorrido de tres días por el corazón de la selva del oro ghanesa sirve para comprobar que este rincón del planeta es el escenario del extractivismo más salvaje por parte de empresas extranjeras y locales. Que es una catástrofe ecológica local con reverberaciones globales.

      En los pueblos, la comida se vende por unidades y el agua en sobrecitos de 500 mililitros. Los jóvenes tienen pocas opciones más para ganarse la vida que la mina infestada de mercurio y los niños crecen a merced de las llamadas enfermedades tropicales desatendidas (ETD), las que atacan a los pobres entre los más pobres. Sin agua corriente ni carreteras decentes que permitan llegar a tiempo a una clínica a dar a luz o transportar medicamentos vitales, la costa dorada, como la apodaron las potencias coloniales, es el vivo retrato de la paradoja de la abundancia.

     Los estragos de la minería ilegal son tan evidentes que el galamsey, como se conoce aquí a las pequeñas explotaciones ilegales, se ha convertido en un asunto político de primer orden en Ghana, dando pie a fuertes protestas en la capital y a promesas por parte del Gobierno a mes y medio de las elecciones. Es además una bandera, el símbolo de un malestar más profundo y del hastío de una juventud sin futuro frente a unos gobernantes a los que acusan de corrupción y de ser cómplices de destruir el país y vender sus recursos, con una galopante crisis económica como telón de fondo. “Estamos destrozando nuestro medio ambiente,. No lo estamos impidiéndolo por intereses personales. Es un cártel en el que hay muchos implicados […] El dinero sale fuera del país. Si se quedara aquí seríamos una potencia del primer mundo. Es un tipo de esclavitud de la era moderna”, piensa Lydia Mosi, profesora de biología molecular de la Universidad de Ghana.

“Lavo a mis hijos una vez a la semana

     Sarah Awina tiene 31 años y es madre de cinco hijos y vive en una aldea en el distrito ghanés de Aowin. Tres de ellos tienen una enfermedad de la piel, pian, asociada con la falta de higiene debido a la escasez de agua. Alrededor del 80% de las personas afectadas por pian son menores de 15 años. Awina asegura que ha perdido al cuenta del número de niños que han contraído la enfermedad en su pueblo. 

     En los pueblos del galamsey huele a plátano macho asado y a maíz, pero también se respira una tensión densa. La minería es ilegal, pero se practica a la vista de cualquiera, acompañada del escandaloso traqueteo de las rotativas que perforan el suelo y del bombeo del agua que inunda la superficie excavada con maquinaria extranjera. No se ven forasteros, salvo algún empresario o empleado chino. Las miradas retadoras de algunos locales dejan bien claro que no conviene meter las narices en sus turbios y lucrativos negocios.

      En uno de los tajos abiertos junto a un poblado en medio de la selva cercano a la localidad de Enchi trabaja Daniel, un joven de 33 años que estudió magisterio. “Este es un trabajo muy duro. Aquí cada día alguien cae enfermo con malaria o con lo que sea. Si tuviera un trabajo de profesor, dejaría la mina mañana, pero tengo dos hijos. ¿Qué puedo hacer?”. Daniel y sus compañeros temen las noticias que llegan de Accra, la capital, donde arrecia la presión en las calles para acabar con el galamsey.

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